viernes, 6 de diciembre de 2013

LA CONSTITUCIÓN DE 1978


 
La mayoría de las cosas, explicadas fuera de contexto, pueden perder su significación.    

Se reprocha en estos días, a raíz de la crisis financiera y económica que padecemos y de la exigencia de los nacionalistas catalanes de conseguir la independencia de Cataluña, de la poca flexibilidad de la Constitución española para poder ser modificada, de la nula posibilidad de introducir en ella variaciones que la mejoren y “democraticen”, de lo poco previsora que fue, de lo deficientemente que fue creada, en definitiva, de ser una mala constitución.

Pareciera ser que los españoles que treinta y tres años atrás la aprobamos y los parlamentarios que la consensuaron éramos una generación de no supimos ver las necesidades futuras de este país y que la votamos de una manera irreflexible, temeraria, lamentable e injustificable, como si de un juego sin importancia hubiese sido para nosotros el hecho de ratificar la Carta Magna que habría de abrirnos las puertas de la democracia. ¡Y no fue así!

Yo discutí hasta la extenuación en todos los ámbitos en los que me movía (familia, trabajo, partido, sindicato, asociación de vecinos, etc.) todos los pros y los contras de las propuestas contenidas en aquel librito que habíamos podido tener sin problemas que leí repetidas veces y presencié cuantos debates se emitían en la radio o en la televisión a favor o en contra de la nueva norma que debíamos votar. Había seguido apasionadamente todas las informaciones surgidas durante la gestación de la norma  y sabía de las reticencias de unos y otros en aceptar propuestas contrarias a los propios pareceres y convencimientos. Las mismas o parecidas desavenencias apreciábamos las gentes sencillas de a pie, en función de cuales fuesen nuestras tendencias ideológicas, pero la mayor parte del pueblo estábamos seguros que aquel momento histórico iba a significar un salto cuantitativo positivo en la forma en la seríamos gobernados en el futuro y que podríamos hacer un quiebro en la desdichada historia cainita de nuestro país e iniciar una nueva era de entendimiento y prosperidad.      

Hoy, 6 de diciembre de 2011, día en que se celebra el treintaitresavo aniversario de la fecha en que la ciudadanía hispana ratificó en Referéndum ─mayoritariamente y en libertad─ la nueva Constitución Española tengo la suerte de contar sesenta y seis años de vida. En 1978, cuando voté positivamente a la vigente Carta Magna, tenía treinta tres años… Eso significa que hoy se cumple una data en la que puedo decir que la mitad de mi vida la he vivido padeciendo una dictadura y la otra mitad, la más adulta, la más fructífera, la he disfrutado en democracia.

Para iluminar esta entrada, he remirado en mi viejo archivo y he escaneado algunos de los documentos que atesoro de aquella época apasionante. Viví aquellos días de una manera intensa y estuve atento a todos cuantos detalles envolvían el ceremonial de tan magno acontecimiento, guardando numerosos recuerdos que circulaban con profusión por todas partes en un esfuerzo titánico de toda la sociedad para que nadie pudiese objetar que no había recibido información suficiente con la que poder modelar su opción.  ¡Yo era muy consciente de que vivíamos instantes históricos irrepetibles en nuestras vidas! porque… ¿A cuántas generaciones le es dable poder votar una Constitución?

Fueron momentos difíciles aquellos que envolvieron las etapas de gestación, aprobación y puesta en marcha de la norma suprema por la que nos hemos venido rigiendo desde entonces, pero fueron, sin duda, tiempos memorables. Tiempos tensos, graves y contradictorios en los que hube de sopesar todos y cada uno de los pros y contras que ofrecía el acontecimiento. No puedo opinar sobre como pensaba “España” ni tan siquiera como opinaba la mayoría de gente que me envolvía en la sociedad catalana, pero si percibí y evalué los diferentes matices que expresaban las personas más próximas a mí.

Un compañero de quehaceres anteriores en la asociación de vecinos y en el sindicato, que entonces no militaba en el partido, hacía campaña electoral contra la propuesta de Norma Suprema que debíamos votar los ciudadanos. Su esposa si era militante de la organización y con ella de acompañante, íbamos los dos en mi nuevo coche recién estrenado, haciendo megafonía por los barrios de nuestra ciudad explicando los beneficios que aportaría la aprobación de la nueva Ley Fundamental, esta vez sí, de forma democrática. Nos ayudábamos de un “cassette” que habíamos elaborado nosotros mismos, ligando retazos de canciones emblemáticas para la causa obrera y democrática, entre las que destacaban baladas nacidas al socaire de las luchas contra las dictaduras implantadas en las naciones del cono sur americano.

Alguna noche, al acompañar a mi correligionaria a su casa, me encontraba en la puerta con su marido, y tras despedirse ella y quedar los dos solos en la puerta de la casa iniciábamos complejas discusiones sobre los puntos más controvertidos del texto constitucional propuesto, entre los que destacaba la imposibilidad de optar entre monarquía y república, el papel del ejército en la nueva etapa o la estructura federal del estado.

Yo sabía que él tenía razón y que, de buen grado, tampoco hubiese propugnado la aprobación de aquella constitución,  pero creía que en un momento histórico tan señalado era mejor ser pragmáticos y votar por un cambio posibilista que no enrocarse en los principios y propiciar un golpe de estado que sumiría de nuevo al país en una larga y oscura etapa dictatorial. Si optábamos por la vía posibilista, tiempo habría para ir puliendo y reformando los artículos controvertidos y amoldando cada vez más nuestras leyes al ideal utópico que él defendía. Yo le argüía que mantenía su postura porque estaba convencido de que la mayoría de españoles votarían favorablemente al nuevo articulado y así él podía mantener su “inmaculada opinión” (¡Ya lo decía yo!) para acharar a sus contrincantes ideológicos caso de que en el devenir del desarrollo de la norma surgiesen escollos insalvables. La última vez que tratamos el tema, le situé ante una encrucijada: Si él fuese el único posible votante de la Constitución, la única persona sobre la que dependiese la aprobación o no de la misma… ¿Qué votaría? ¿Sí o no? Mi pregunta quedó sin respuesta.  

Treinta y tres años después, aún tengo frescas en mi mente situaciones en que intuía que la colectividad podía llegar a escindirse, una vez más, en dos bandos irreconciliables que mantuvieran sus diferencias irreconciliables y que aquella nueva ocasión que la historia nos deparaba para sajar de una vez por todas las disputas y heridas cainitas que separaban mitad por mitad a la sociedad española durante casi dos siglos acabara siendo de nuevo una nueva más de las  ocasiones frustradas en pro de la reconciliación patria.

Valga como ejemplo una anécdota personal: En una asamblea general de delegados de UGT convocada para el sábado anterior a la celebración del Referéndum Constitucional, casi todos los asistentes llevaban prendidas de sus solapas “chapas” alusivas a la Constitución: Las unas con un “Si” favorable a la misma y las otras con un “NO” contrario a su aprobación. La proporción, casi al cincuenta por ciento.  

La jornada electoral del 6 de diciembre de 1978 fue, para mí, una fecha festiva inolvidable. Estuve en un colegio electoral cercano a mi domicilio ejerciendo de apoderado y las relaciones con los demás representantes de las diversas fuerzas políticas fueron agradables. Tan nuevo era poder votar libremente en aquellas fechas que había normas sobre lo que había de hacerse con las papeletas válidas una vez concluyese el escrutinio de todas las mesas y expuse que podrían ser quemadas en el patio del colegio después del cierre del mismo. Al ser aceptada la proposición insinué que podríamos comprar unas cuantas botellas de champan para celebrar la nueva Constitución, sugerencia que fue aceptada de inmediato.

A punto de concluir aquel día trascendental para la historia del país, bajo un frío seco pero intenso, alrededor de una hoguera en la que se quemaban las papeletas con las que habían votado los ciudadanos, con un vaso de cava en mi mano y la emoción en mi corazón, deje volar mi pensamiento imaginando ilusionado el espléndido camino que nos quedaba por recorrer como pueblo… Y en esas, llegó la medianoche y nos retiramos a descansar al final de una jornada única e irrepetible: “Albo lapillo notare diem”, un día para marcar con una piedra blanca, como dijo el latino, máxima equivalente a considerar un día como dichoso.

Al día siguiente, pergeñe una pequeña poesía que si bien no es un dechado de métrica si expresa lo que sentí aquella noche en que celebré, brindando por el futuro en torno a una fogata, aquella nueva etapa histórica que ya alboreaba. Perdonadme, pero aquí la dejo:  
A LA CONSTITUCIÓN

Al ver la noche del seis de diciembre
las papeletas de sufragio arder
deseé que desde ese instante
de sus cenizas floreciese la concordia
cual Ave Fénix renaciente
y  que en España se pudiese ver                                                                                        
lacrado el templo de Jano por siempre.
 
 
 
 



 
 
 
 

1 comentario:

  1. com tu dius, la meitat de la teva vida la has viscut en democràcia, sense més problemes que el de la convivència diària amb el vei i tenir feina, i això es el que li dona vida a una Constitució que fins aquesta època de malastrugança encara segueix sent vàlida en molta part, tan sols els temps de carestia l´està tornant a posar a sobre la palestra, quan la gent passa gana, el problema tan sols es soluciona amb feina per tothom, això es el que deuria dir la Constitució en el seu primer article, a partit d´ara.

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