La mayoría de las cosas, explicadas fuera
de contexto, pueden perder su significación.
Se
reprocha en estos días, a raíz de la crisis financiera y económica que
padecemos y de la exigencia de los nacionalistas catalanes de conseguir la
independencia de Cataluña, de la poca flexibilidad de la Constitución española
para poder ser modificada, de la nula posibilidad de introducir en ella
variaciones que la mejoren y “democraticen”, de lo poco previsora que fue, de
lo deficientemente que fue creada, en definitiva, de ser una mala constitución.
Pareciera
ser que los españoles que treinta y tres años atrás la aprobamos y los
parlamentarios que la consensuaron éramos una generación de no supimos ver las
necesidades futuras de este país y que la votamos de una manera irreflexible,
temeraria, lamentable e injustificable, como si de un juego sin importancia
hubiese sido para nosotros el hecho de ratificar la Carta Magna que habría de
abrirnos las puertas de la democracia. ¡Y no fue así!
Yo
discutí hasta la extenuación en todos los ámbitos en los que me movía (familia,
trabajo, partido, sindicato, asociación de vecinos, etc.) todos los pros y los
contras de las propuestas contenidas en aquel librito que habíamos podido tener
sin problemas que leí repetidas veces y presencié cuantos debates se emitían en
la radio o en la televisión a favor o en contra de la nueva norma que debíamos
votar. Había seguido apasionadamente todas las informaciones surgidas durante
la gestación de la norma y sabía de las
reticencias de unos y otros en aceptar propuestas contrarias a los propios
pareceres y convencimientos. Las mismas o parecidas desavenencias apreciábamos
las gentes sencillas de a pie, en función de cuales fuesen nuestras tendencias
ideológicas, pero la mayor parte del pueblo estábamos seguros que aquel momento
histórico iba a significar un salto cuantitativo positivo en la forma en la
seríamos gobernados en el futuro y que podríamos hacer un quiebro en la
desdichada historia cainita de nuestro país e iniciar una nueva era de
entendimiento y prosperidad.
Hoy,
6 de diciembre de 2011, día en que se celebra el treintaitresavo aniversario de
la fecha en que la ciudadanía hispana ratificó en Referéndum ─mayoritariamente
y en libertad─ la nueva Constitución Española tengo la suerte de contar sesenta
y seis años de vida. En 1978, cuando voté positivamente a la vigente Carta
Magna, tenía treinta tres años… Eso significa que hoy se cumple una data en la
que puedo decir que la mitad de mi vida la he vivido padeciendo una dictadura y
la otra mitad, la más adulta, la más fructífera, la he disfrutado en
democracia.
Para
iluminar esta entrada, he remirado en mi viejo archivo y he escaneado algunos
de los documentos que atesoro de aquella época apasionante. Viví aquellos días
de una manera intensa y estuve atento a todos cuantos detalles envolvían el
ceremonial de tan magno acontecimiento, guardando numerosos recuerdos que
circulaban con profusión por todas partes en un esfuerzo titánico de toda la
sociedad para que nadie pudiese objetar que no había recibido información
suficiente con la que poder modelar su opción.
¡Yo era muy consciente de que vivíamos instantes históricos irrepetibles
en nuestras vidas! porque… ¿A cuántas generaciones le es dable poder votar una
Constitución?
Fueron
momentos difíciles aquellos que envolvieron las etapas de gestación, aprobación
y puesta en marcha de la norma suprema por la que nos hemos venido rigiendo
desde entonces, pero fueron, sin duda, tiempos memorables. Tiempos tensos,
graves y contradictorios en los que hube de sopesar todos y cada uno de los
pros y contras que ofrecía el acontecimiento. No puedo opinar sobre como
pensaba “España” ni tan siquiera como opinaba la mayoría de gente que me
envolvía en la sociedad catalana, pero si percibí y evalué los diferentes
matices que expresaban las personas más próximas a mí.
Un
compañero de quehaceres anteriores en la asociación de vecinos y en el
sindicato, que entonces no militaba en el partido, hacía campaña electoral
contra la propuesta de Norma Suprema que debíamos votar los ciudadanos. Su
esposa si era militante de la organización y con ella de acompañante, íbamos
los dos en mi nuevo coche recién estrenado, haciendo megafonía por los barrios
de nuestra ciudad explicando los beneficios que aportaría la aprobación de la
nueva Ley Fundamental, esta vez sí, de forma democrática. Nos ayudábamos de un
“cassette” que habíamos elaborado nosotros mismos, ligando retazos de canciones
emblemáticas para la causa obrera y democrática, entre las que destacaban
baladas nacidas al socaire de las luchas contra las dictaduras implantadas en
las naciones del cono sur americano.
Alguna
noche, al acompañar a mi correligionaria a su casa, me encontraba en la puerta
con su marido, y tras despedirse ella y quedar los dos solos en la puerta de la
casa iniciábamos complejas discusiones sobre los puntos más controvertidos del
texto constitucional propuesto, entre los que destacaba la imposibilidad de
optar entre monarquía y república, el papel del ejército en la nueva etapa o la
estructura federal del estado.
Yo
sabía que él tenía razón y que, de buen grado, tampoco hubiese propugnado la
aprobación de aquella constitución, pero
creía que en un momento histórico tan señalado era mejor ser pragmáticos y votar
por un cambio posibilista que no enrocarse en los principios y propiciar un
golpe de estado que sumiría de nuevo al país en una larga y oscura etapa
dictatorial. Si optábamos por la vía posibilista, tiempo habría para ir
puliendo y reformando los artículos controvertidos y amoldando cada vez más
nuestras leyes al ideal utópico que él defendía. Yo le argüía que mantenía su
postura porque estaba convencido de que la mayoría de españoles votarían
favorablemente al nuevo articulado y así él podía mantener su “inmaculada
opinión” (¡Ya lo decía yo!) para acharar a sus contrincantes ideológicos caso
de que en el devenir del desarrollo de la norma surgiesen escollos insalvables.
La última vez que tratamos el tema, le situé ante una encrucijada: Si él fuese
el único posible votante de la Constitución, la única persona sobre la que
dependiese la aprobación o no de la misma… ¿Qué votaría? ¿Sí o no? Mi pregunta
quedó sin respuesta.
Treinta
y tres años después, aún tengo frescas en mi mente situaciones en que intuía que
la colectividad podía llegar a escindirse, una vez más, en dos bandos
irreconciliables que mantuvieran sus diferencias irreconciliables y que aquella
nueva ocasión que la historia nos deparaba para sajar de una vez por todas las
disputas y heridas cainitas que separaban mitad por mitad a la sociedad
española durante casi dos siglos acabara siendo de nuevo una nueva más de
las ocasiones frustradas en pro de la
reconciliación patria.
Valga
como ejemplo una anécdota personal: En una asamblea general de delegados de UGT
convocada para el sábado anterior a la celebración del Referéndum
Constitucional, casi todos los asistentes llevaban prendidas de sus solapas
“chapas” alusivas a la Constitución: Las unas con un “Si” favorable a la misma
y las otras con un “NO” contrario a su aprobación. La proporción, casi al
cincuenta por ciento.
La
jornada electoral del 6 de diciembre de 1978 fue, para mí, una fecha festiva
inolvidable. Estuve en un colegio electoral cercano a mi domicilio ejerciendo
de apoderado y las relaciones con los demás representantes de las diversas
fuerzas políticas fueron agradables. Tan nuevo era poder votar libremente en
aquellas fechas que había normas sobre lo que había de hacerse con las
papeletas válidas una vez concluyese el escrutinio de todas las mesas y expuse
que podrían ser quemadas en el patio del colegio después del cierre del mismo.
Al ser aceptada la proposición insinué que podríamos comprar unas cuantas
botellas de champan para celebrar la nueva Constitución, sugerencia que fue
aceptada de inmediato.
A
punto de concluir aquel día trascendental para la historia del país, bajo un
frío seco pero intenso, alrededor de una hoguera en la que se quemaban las
papeletas con las que habían votado los ciudadanos, con un vaso de cava en mi
mano y la emoción en mi corazón, deje volar mi pensamiento imaginando
ilusionado el espléndido camino que nos quedaba por recorrer como pueblo… Y en
esas, llegó la medianoche y nos retiramos a descansar al final de una jornada
única e irrepetible: “Albo lapillo notare diem”, un día para marcar con una
piedra blanca, como dijo el latino, máxima equivalente a considerar un día como
dichoso.
Al
día siguiente, pergeñe una pequeña poesía que si bien no es un dechado de
métrica si expresa lo que sentí aquella noche en que celebré, brindando por el
futuro en torno a una fogata, aquella nueva etapa histórica que ya alboreaba.
Perdonadme, pero aquí la dejo:
A LA CONSTITUCIÓN
Al ver la noche del seis de
diciembre
las papeletas de sufragio
arder
deseé que desde ese instante
de sus cenizas floreciese la
concordia
cual Ave
Fénix renaciente
y que en
España se pudiese ver
lacrado el templo de Jano
por siempre.